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ESTRELLA FUGAZ 💫

  • Foto del escritor: Valerie Rodas
    Valerie Rodas
  • 23 nov 2023
  • 9 Min. de lectura

Por lo experimentado, considero que el sentimiento más angustiante para un ser humano es el de saber que ese instante es “la última vez”. Esto sucedió hace algún tiempo, finalmente me siento capaz de plasmarlo en texto y lo escribo porque es escribiendo la forma en que sé liberar un poco el alma.


Llegó ese ingrato pero inevitable día, era la hora de dormir, la última noche del cruce de nuestros caminos.


Mientras escribo revivo todo en mi corazón; observo las luces del árbol navideño que alumbran con la misma calidez de aquel instante en el que ya no había marcha atrás.


Sé que a pesar de sus pocos años de vida, sí comprendía que al día siguiente todo cambiaría. Habíamos hecho maletas con su ayuda y pleno conocimiento del porqué tal como dictaba la recomendación psicológica, un par de días antes del final, sus cosas estaban listas en la sala del hogar que compartimos.


Sus ojos grandes, oscuros y brillantes me observaban a través de sus largas y envidiables pestañas, me sonreía con emoción porque esa noche se quedó junto a mí y no en su habitación o mejor dicho, la habitación que con tanto amor estaba acomodada con colores y figuras para una estadía placentera como la que todo niño merece en este mundo.


Sorpresivamente, cuando el sueño comenzaba a inundar su inocencia, colocó su pequeño mano sobre mi mejilla y segundos después se durmió profundamente. Yo contenía lo más que podía las lágrimas, quería tragarme los sollozos que ya eran comunes desde días antes cuando le observaba cantar, jugar o ver su película favorita. Hacia mi mejor intento para que no lo notara, fingiendo que debía ir al baño unos minutos o quejándome de un inexistente dolor de cabeza.


La realidad es que sentía en mi alma un dolor profundo como finitas veces he sentido en mi vida. Un dolor que puedo explicar únicamente como un amor incondicional y desconocido para mí hasta esos días.


Pocos meses antes de aquella noche mis días eran borrosos, experimenté esa crisis que parecería muy común en los anaqueles de la psicología, eran horas interminables de sentir que no tenía mayor propósito en esta vida. Y es que previo a ello, habían sido meses de noticias inesperadas, de cambios y responsabilidades adquiridas que pesaban un poco más que de costumbre.


Un día de sombra mental, sostuve una charla con un conductor de Uber y le dije: “Mi sueño es poder ayudar a algún pandillero a transformar su vida…” él me respondió muy seguro: “Esas personas no cambian seño, se lo digo porque yo tengo un sobrino que no quiere salir de eso, ahí es sólo que uno los agarre de muy niños y los saque del círculo de la pobreza y miseria…”


Su comentario me dejó analizando, preguntándome en pensamientos cómo podría yo llegar a un niño víctima de ese círculo tan común en este país sabiendo que era, hasta cierto punto, inaccesible para mí por tener una vida privilegiada.


Al día siguiente de tal conversación, me percaté que una de mis mascotas se acercó a un bulto escondido en la grama del patio de mi casa, me acerqué y sentí un terror indescriptible: “¡Pu$t@, un pájaro muerto!” exclamé; curiosamente nunca me había topado con algo así. Su cuerpo rígido y su color cobrizo me tenían petrificada; ahora que lo pienso no es algo tan espeluznante, pero en ese preciso momento de mi vida, por el torbellino que estaba sintiendo, lo fue.


Desde niña he sido muy sensible a ciertas vivencias e inmediatamente se me clavó que aquello tenía que significar algo y aunque no me considero supersticiosa, busqué en internet las posibles razones de aquel acontecimiento. Lo más natural era que la pobre ave se había desorientado y perdido su capacidad de vuelo; la segunda posible razón que me cautivó fue que aquella muerte estrepitosa en mi patio, traía consigo cambios abruptos de vida, positivos o negativos. Naturalmente, me quedé inquieta, con una sensación de miedo al cambio repentino que posiblemente sucedería aunque no tenía una clara idea de qué sería. Sospechaba de algo relacionado con la salud de mi mamá que en ese momento era frágil.


Tres días después de aquel incidente, al final de la tarde, la llamada que habíamos esperado en casa durante un par de años, llegó. No habíamos escuchado el teléfono la primera vez, pero al otro lado de la línea, la insistencia, fue lo que cambió mi vida.


Mi hogar había sido evaluado y avalado, años atrás, como un espacio de acogimiento temporal para menores. Esto es para evitar que un niño rescatado por la PGN sea institucionalizado mientras se ubica a algún familiar apto para su cuidado. En el Juzgado nos esperaba un caso clasificado como alerta roja, es decir, que si el juez así lo decidía, el menor sería inmediatamente trasladado a nuestra casa temporalmente.


Esa noche fría, mientras esperaba en una banca con una mística vista al Parque Central, en el segundo nivel del comercial Lucky, creía que no era posible que ese pájaro con semblante tan extraño me avisara de la llegada de un menor a mi hogar, pensaba también si aquello era una respuesta de Dios a mis peticiones de propósito.


Mi pensamiento estaba perdido entre los faroles del centro histórico, lugar que siempre me hace volver a sus calles para acontecimientos relevantes, y es que en realidad no debía ir a ese juzgado por la dirección de mi domicilio registrado, pero por cosas del destino era el único espacio de justicia para menores que estaba habilitado esa noche; una vez más, mi natal zona 1, estaba siendo escenario de uno de los momentos más trascendentales de mi vida.


Inesperadamente, tras un par de firmas y recomendaciones, estaba frente a la casa de una amiga pidiéndole pañales debido a la hora y lo imprevisto de la situación; salió con una bolsa llena de artículos infantiles, algunas prendas y un paquete de toallas húmedas. Tenía ahora, un menor a mi cargo.


El recorrido a casa fue un momento colmado de emociones, por una parte tristeza e indignación por el descuido de aquella pequeña persona y por otro, alegría porque éramos esa oportunidad de darle, temporalmente, un hogar.


“¡Mis perros! ¿Qué voy a hacer con mis perros?” pensé, debido a que no habían interactuado antes con niños; entramos a casa y le recostamos en el sillón, despertó inmediatamente con los ladridos y sonrió. “Chucho” dijo con su tierna y ronca voz. En mi mente resonaba Alux Nahual, porque estaba frente a mí, por duro que suene, aquel duende sin infancia y sin pastel. Su ropa estaba sucia, su pañal cubierto de heces verduscas, su cabello tenía impregnado olor a cigarrillo y su piel tenía un aspecto sucio y poco saludable.


No podía dormir así, al menos no en la realidad que yo conocía. El agua caliente cayendo en la regadera no le pareció una mala idea en absoluto, me

Impresionaba su confianza, como si estar con personas extrañas no le era ajeno; disfrutó del baño y la ropa limpia que le esperaba en su nueva cama; estaba jugueteando con la toalla y se observaba con asombro en el espejo, su risa era tímida, pero no aparentaba miedo y esto implicaba posiblemente que no tenía una figura de apego a quién extrañar.


Llevé su ropa a la lavadora, eran prendas que notablemente no habían tenido contacto con el agua ni el jabón desde días atrás, el olor tan peculiar aún vive en la memoria de mi olfato; un aroma a ese círculo que había conversado días antes con aquel conductor. Una vez limpia, la guardé en una bolsa, no podía deshacerme de sus pertenencias porque era lo único que era suyo y yo de antemano sabía que al final de nuestro cruce en la vida, debía entregársela de vuelta.


Llegó la hora de dormir, curiosamente se dirigió hasta la esquina de la cama, como si fueran a dormir más personas a su lado. Le explicamos que podía abarcar cómodamente toda la cama y que era momento de apagar la luz; en brazos, comenzó finalmente el llanto de tristeza, miedo y desesperación porque su mundo era ahora nuevo completamente, tras unas horas, se durmió.


Al día siguiente despertó de buen humor, con mis peluches favoritos alrededor, descubriendo todo lo que le rodeaba. Llegó el momento de desayunar, devoró el huevo revuelto en su plato y conoció lo que era una pacha con leche y cereal. Preguntó, en sus aún poco comprensibles palabras, qué era aquella mezcla y conforme con la explicación, exclamó que le encantó.


Comenzó a armar un rompecabezas con la frustración de no comprender cómo hacerlo, pero tras varias explicaciones e intentos brincó de alegría al lograrlo. Y comenzó a llamarme “mami”, mi corazón conoció un nuevo sentimiento en aquel instante. Todo mi cuerpo sintió miedo pero a la vez una necesidad abrumadora de cuidarle el alma y guiar sus pasos.


Yo estaba perpleja, mi vida era completamente diferente, mi instinto de protección estaba al limite, mi cerebro solamente podía pensar en cuidar su pequeña existencia el tiempo que fuera necesario, pero siempre consiente del adiós en cualquier momento cuando apareciera un familiar apto, o al menos eso creía.


Fueron meses de muchas primeras experiencias, tratando de mostrarle todo lo que fuera posible de nuestra realidad, de colmarle de esos privilegios que sabía que no eran parte de su mundo. Conoció el mar, el cine, la pizza, el zoológico y también a los médicos. Tenía varios padecimientos de salud que eran causa del descuido y la desnutrición crónica que afecta a la mitad de la niñez guatemalteca. Aprendió a decir muchas palabras, a donde íbamos se robaba el show con su carisma y energía; a su corta edad tomaba el control de los juegos en grupo, buscaba siempre proteger a quien estuviera en peligro y mostraba empatía con cualquier ser vivo que se viera triste o en peligro. En una ocasión, mientras observábamos un pajarito en un árbol le dijo: “Pajarito, ?estás triste? No te preocupes ya va a venir tu mamá para que no estés solito…” Lo fácil para mí sería juzgar a sus padres, pero sus padres también son víctimas del circulo de la pobreza y desigualdad de oportunidades.


Tuvimos desaciertos también durante su cuidado, la travesía no fue sencilla ni un solo día de los cientos que compartimos. Desde las batallas porque aprendiera a comer hasta crear hábitos tan básicos en mi mundo, como aprender a lavarse los dientes y reconocer la hora de dormir. Hubo días que ya no sabía qué hacer con mi cansancio y días que su pequeño corazón no sabía qué hacer con sus emociones. Aprendí a nunca más criticar a una madre o a un padre por esos momentos en público en los que los berrinches aparecen y en los que el celular con contenido infantil es una herramienta de entretenimiento, ¡no hay cosa más compleja que la crianza de un ser humano!


Aprendí también a conocer la incondicionalidad de mi círculo porque hubo quienes sí y quienes no, le abrieron también un espacio en sus corazones. Las muestras de cariño, de apoyo y los regalos fueron abrumadores durante esa etapa de mi vida. Entendí un pedazo de la maternidad y lo importante que es contar con ayuda de alguien más, lo que significa alegrarse por un avance mínimo y qué es llamar al pediatra con preguntas por una fiebre.


Cantamos muchas noches, bailamos muchos días, mis algoritmos musicales y de videos se volvieron 100% infantiles para cuidar y limpiar su mente y corazón de las cosas inapropiadas que había vivido a su corta edad y que a veces me congelaban cuando las dibujaba o las contaba.


Unos días antes de su partida, de la que estaba muy consciente, se recostó sobre mí y me dijo con palabras bastante claras: “Valeti, gracias por todo lo que he aprendido…” enumeró cada cosa, como ir al baño, los números, los colores, las letras y me abrazó. Me quedé con ese momento en el alma para toda la vida.


La última noche fue difícil, pero la última mañana que desayunamos en la misma mesa, juntó sus manos para hacer una oración y sentí todo el peso de aquel adiós, a su alrededor contuvimos la respiración para no llorar y fingir que era un día feliz porque volvería con su familia, en realidad sí lo era porque el recurso encontrado le amaba, le extrañaba y era reciproco.


Dentro de sus pertenencias ya empacadas iba también la ropa con la que llegó el primer día. El cuento que le contábamos todas las noches y todos los objetos y prendas con las que construimos recuerdos inolvidables. Siempre supe que su estadía era temporal y me creí lo suficientemente fuerte para afrontarlo porque no contaba con que su pequeña compañía y el ya no saber de sus días me iba a hacer tanta falta desde el día siguiente de su partida. Esa mañana cometí el error de pedir ausentarme de mis labores, y digo error porque tener la mente desocupada para pensar en su ausencia fue una pésima idea.


Como siempre, un par de días después fui a la zona 1, estaba sentada a un costado del Palacio Nacional, observando el paso de los carros y la vida, como siempre; esa tarde mi sorpresa fue, y me causa escalofríos recordarlo, que frente a mí, cayó un pájaro sin vida desde un árbol, como avisándome una vez más que aquel ciclo se había cerrado. No me ha vuelto a pasar.


El tiempo todo lo cura y no ha sido fácil superar el capítulo, pero ya es más sencillo sonreír al ver sus fotografías o al escuchar de casualidad alguna de sus canciones favoritas. Por varios factores, el contacto ya no fue una opción y la incertidumbre a veces es la que traiciona la calma.


Cambiaría de esos días, los momentos en los que sentí que la paciencia se agotaba, pero entiendo que es completamente normal durante la crianza de un niño. Por lo demás, no me arrepiento de nada, me cambió la perspectiva de la vida en muchos aspectos y descubrí cualidades en mí que pensé inexistentes, entre ellas, cocinar, bajar la fiebre y preparar pachas. Me sacó también esas frases que veía lejanas de mis palabras, tales como: “Póngase el suéter…” “¡Cuidado!”


Se fue con algunas libras adicionales de peso, varios centímetros más de altura y una gran sonrisa que se grabó en mis pensamientos.


Le voy a recordar siempre con amor, soñando con verle un día y saber que está bien, le voy a pedir siempre a Dios por su vida. Y le voy a agradecer eternamente, la oportunidad de haber coincidido.


“Estrellita, si te vas, di que no me olvidarás…”




 
 
 

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