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DE VUELTA A CLASES

  • Foto del escritor: Valerie Rodas
    Valerie Rodas
  • 21 ene 2020
  • 4 Min. de lectura

Con suéter y unas buenas calcetas porque en enero siempre hay frío, esos eran los requisitos para poder acompañar en el recorrido, era largo y había que tomar “el gusano” para llegar a la zona 9, allí estaba “Santillana”, luego había una parada en “Piedra Santa”, una en “Arimany” y el recorrido culminaba cerca de la casa donde crecí, en “Texdigua” para obtener el resto de los libros que era posible comprar porque uno comprendía que en ocasiones sería necesario estudiar con fotocopias y no con la versión original, el dinero lo llevaba mi mamá muy bien guardado en rincones que solamente se utilizan cuando son muchos billetes circulando en transporte público y en aquel tiempo ni siquiera era tan inseguro.

El aroma de los libros nuevos era sinónimo del entusiasmo de un nuevo año escolar, actualmente significa el recuerdo de un privilegio del que soy consiente y es que en la infancia poco se entiende de desigualdad; mochila nueva, lonchera nueva, estuche nuevo y los crayones completos, qué hubiera dado por tener los que existen ahora que traen varios tonos color piel, en ausencia de ello quedaron plasmados en papel muchos rostros amarillos.

La forrada de libros y cuadernos era todo un evento familiar, el color del papel dependía del grado que tocaba cursar, a mi parecer lo más complicado era lograr estirar el plástico, yo colaboraba cortando tiras de cinta adhesiva, era un sentimiento de independencia importante el ver mi nombre plasmado en aquellas hojas de etiquetas de personajes clásicos, no había variedad, era “Bugs Bunny, Taz, Silvestre” o algún “Winnie Pooh”. Disfrutaba asegurar una noche antes “del gran día” que tenía todos los implementos escolares básicos, sacapuntas, tijeras, borrador, goma “Pritt”, corrector, lapiceros “BIC” rojo, azul y negro, lápiz “Mongol” y una regla de 30 centímetros. Los cuadernos tenían que ir marginados con lapicero color rojo y pobre del alumno que se atrevía a marginar solamente un par de hojas, el recreo sería entonces para completar dicha formalidad, al escribir las mayúsculas y signos de puntuación también se debían resaltar con otro color; cada inicio de mes era necesario quebrarse la cabeza para dibujar algo representativo en la carátula, por ejemplo, en enero una pizarra, en febrero un corazón, en marzo la playa y así sucesivamente hasta llegar a octubre.

La refacción era un momento esperado almacenado en una lonchera plástica muy resistente, las delicias estaban estrechamente ligadas a la economía familiar, en ocasiones habían quetzales suficientes para ir a la tienda escolar y comprar tostadas o lo que la respetable señora de la tienda tuviera disponible, el resto de los días la sorpresa iba dentro de una servilleta o un “tupper”, podía ser pan con queso crema, con frijoles, con jamón o con salchicha, no existía una obsesión en los padres de familia por el gluten o el azúcar para demostrar lo mucho que les interesaban sus hijos, el refresco era una limonada en el vaso plástico que hacía juego con la lonchera o un jugo de cajita y de postre había alguna galleta; intercambiar el tazo de la chucheria del momento era el entretenimiento de aquel entonces, a mi no me gustaban pero sacaba provecho vendiéndolos a diez o veinticinco centavos, dependiendo de la exclusividad del pokemón o del personaje de dragon ball.


Conforme el paso de los años los útiles escolares eran más especializados, identificando qué tan cerca se estaba de ser “de los grandes”, el compás, la calculadora, una cuchilla, rapidógrafo y la incómoda tabla de trabajo con la inmensa regla “T” que por cierto era un orgullo llevar en la espalda como símbolo de “madurez”. De celulares no se sabía, lo prohibido era llevar “tamagochis” o una “maquinita” y era motivo de expulsión llevar cigarros o alguna bebida con alcohol, tal atrevimiento estaba muy claro en el reglamento.


Sin una comunicación constante como lo permite ahora el acceso a internet, encontrar a algún compañero de clase un fin de semana o durante las vacaciones era un acontecimiento extraordinario y para comentar con todos en clase, encontrarse a la maestra era casi imposible y de suceder, increíble; cada fin de año era incierto a quienes se volvería a ver el siguiente ciclo escolar y por ello se escribían recuerdos en cuadernos y prendas del uniforme, esto último un dolor de cabeza para los padres, lo emocionante era leer en casa el recuerdo de la persona especial, la misma de quien daba curiosidad saber qué había contestado durante el año en la pregunta “¿quién te gusta?” del clásico y muy útil “preguntón”; la única red social disponible era la hora de recreo donde habían sin fin de reacciones, grupos y jóvenes corazones.

Qué especial es la época escolar, cuántos recuerdos, cuántos irrepetibles momentos que afortunadamente almacena la maravillosa e infinita memoria humana, qué bueno que eso no se guarda en la nube, imagínese perder la contraseña. Ojalá que en un futuro muy cercano todos los niños de este país tengan un feliz ciclo escolar; así lo viví yo, ¿cómo lo recuerda usted?



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