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LA PAUSA DEL 21

  • Foto del escritor: Valerie Rodas
    Valerie Rodas
  • hace 15 minutos
  • 4 Min. de lectura

El sol se escondió al terminar la jornada laboral. Era mitad de semana y se acercaba el aniversario de un año intenso, tanto en lo físico como en lo emocional.


El desvelo se ha vuelto parte de mi vida últimamente, en un relato anterior he explicado los motivos. Creí estar acostumbrada.


Compré un café temprano, algo inusual en mi rutina. Durante el día comencé a sentir algunos síntomas extraños. Aun así, sabía que debía trabajar hasta el final de la jornada, sin excusas. Mi nivel de compromiso no me permite lo contrario.


Al cerrar el día, me esperaba una recompensa: ser espectadora de una esperada puesta en escena internacional. Llegué a casa para alistarme y salir… pero me derrumbé.


Mi cuerpo estaba al límite. Sentía debilidad extrema, el color de mi piel estaba ausente, tenia la sensación de un hormigueo persistente en la frente y dificultad para articular palabras. Los pensamientos eran confusos, el entorno giraba, y ponerme de pie era casi imposible. Llamé al servicio de emergencias. Mario y Gilberto llegaron pronto, dispuestos a hacer su trabajo: medir signos vitales y administrarme algo para estabilizarme.


Sentía una incontrolable alteración en el corazón, mi cuerpo se sacudía. Me pidieron caminar hacia la ambulancia y recostarme para medir con el equipo profesional mis pulsaciones y oxigenación; aquello sonaba como las luces de un árbol de Navidad.


Mi corazón estaba desbocado, el cuerpo se sacudía sin control. Me pidieron caminar hacia la ambulancia y acostarme para monitorear mis signos. Los sonidos del equipo me recordaban a las luces intermitentes de un árbol de Navidad.


Dentro de la ambulancia sentía mucho frío, el médico tomó mi mano mientras me pedía respirar profundamente y tranquilizarme. Comencé a ver fijamente al techo, sentí que salía de mi cuerpo y que el corazón me daba vueltas, y en ese instante creí que eso era todo.


Incrédula, sentí que me acercaba al final. Comencé a orar. Le pedí a Dios calma para mí… y también para quienes pudieran angustiarse por mí. Vi sus rostros en mi mente y me enojé. No estaba lista.


No quería irme. Pero mi cuerpo seguía enviando señales contrarias.


Pensé en la fecha: 21 de mayo de 2025, un miércoles por la noche. Me resigné al día, pero no a la idea de no poder escribir más.


En medio del trayecto, vomité. Llegué al hospital, el mismo donde había pasado sus últimos días, hacía décadas atrás, mi papá. Recorrer el mismo pasillo que él en una camilla me pareció una ironía inesperada. Me evaluaron físicamente, me hicieron una entrevista de síntomas y varios análisis. Por supuesto, también estaba allí quien veía todo el tema de cobertura de aseguradoras. Afortunadamente, iba acompañada y pude despreocuparme de llenar sus formularios.


Me evaluaron dos médicos, uno de ellos me veía con cierto reproche. Me indicó que debido a que padezco de taquicardia y que tomo medicamento para ello, era absurdo consumir cafeína como lo era también someterme a emociones y esfuerzos físicos fuertes. Mencionó sintomatología de muerte súbita y la segunda doctora habló de vértigo y deshidratación.


Ambos me preguntaron insistentemente por las vacunas de COVID que tenía y las marcas de cada una. Lo sentí sospechoso, pero poca energía tenía para ponerme a analizar teorías de conspiración.


Recibí por vía intravenosa un relajante, suero y medicamento para el mareo, y recibí egreso por la madrugada. Cuatro días de reposo y sobre todo de reflexión, de desenmarañar lo que el cuerpo dice.


Días antes recibimos en casa la visita de dos grandes mariposas; a mí, Gabriel García Márquez me contagió de superstición; y comprendo ahora aquellas visitas como un símbolo de transformación. La noche del 22 de mayo, un insecto conocido popularmente como “esperanza”, estuvo toda la madrugada en mi habitación.


Cancelé los eventos programados para el resto de la semana, incluyendo una cena de cumpleaños de mis mejores amigas, una fiesta mensual que no me pierdo y los planes del fin de semana. Tener lleno el calendario, no es sano para el cuerpo.


Hoy me siento aliviada de escribir esta historia. Agradecida por el cariño y la preocupación de amigos y familiares.


Reflexiono con Dios sobre la lección que me está dando. Hay algo de incertidumbre, sí, pero también gratitud. Porque me llevó al límite para hacerme reaccionar.


He entendido que debo fluir para vivir. Y que cuando se traiciona la autenticidad por encajar, la factura es demasiado alta.


Quiero vivir más presente. Más consciente de mi entorno.


Quiero soltar el control y dejarle el timón al Creador.


Quiero estar en paz incluso en medio de la tormenta.


Quiero aprender a no tomarme las actitudes de los demás como algo personal. Cada quien da lo que tiene en el alma.


Quiero liberarme de la necesidad de aprobación, y aligerarme a través de la aceptación.


Quiero trabajar con equilibrio. Porque el éxito también se mide en salud mental, tiempo libre y tranquilidad de espíritu.


Quiero volver a amarme, para así poder dar lo mejor de mí.


Voy a aprender a que muchas cosas me importen poco y a que muy pocas cosas y personas, me importen mucho.



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