👵🏻 LA EDAD DE LOS SABIOS⏳
- Valerie Rodas

- 18 mar 2019
- 4 Min. de lectura
En Guatemala los ancianos representaban hasta 2015 un poco más del 6% de la población. Mi abuelita materna se sentaba en la silla mecedora del pasillo, cómo rechinaba esa silla, tejía con agujas muy grandes gorros y suéteres con lanas de colores, mantenía su bastón de madera a la mano y su Biblia muy cerca, mis recuerdos con ella llegaron hasta sus 94 años, yo tenía 12 años cuando falleció. Me contaba historias llenas de detalles con sus grandes y expresivos ojos azules, relataba casi en verso cómo conoció a mi abuelito, a quien no conocí, él había sido soldado durante la Primera Guerra Mundial, ambos eran extranjeros y el flechazo de amor ocurrió en Guatemala donde decidieron formar una familia. Mi cuento favorito era el del “diablito y diosito” quienes jugaban con arena a hacer “palomitas” pero al berrinchudo “diablito” no le salían tan bonitas, además solamente “diosito” fue capaz de dar vida a una de las “palomitas” con un soplo y por ello el “diablito” se enojó y se fue corriendo alejándose para siempre de “diosito” lleno de envidia e ira, decidido a hacer el mal.
Mi abuelita siempre decía que vivir tantos años le había cansado porque no veía bien y era complicado entretenerse sin buena visión, además su fe le hacía querer descansar pronto en la eternidad y así alcanzar la promesa de Dios. Yo describiría su mirada con una palabra, sabiduría; ésta fue mi experiencia más cercana con una anciana, y con ello aprendí también a comer champurradas que eran infaltables en su día. Todos en casa compartimos con ella pero en ocasiones cuando empezaba a regañarnos decíamos “ya empezó la abuelita Guicha…” e intentábamos escabullirnos, se llamaba María Luisa.
Hace unos días visitaba el hogar de un desconocido y en la sala estaba “una abuelita”, ella daba un paso arrastrando los pies cada tres segundos apoyada en su andador, vestía una falda y un suéter de lana, calcetas y zapatos cómodos, intenté entablar conversación y solamente me sonreía como sonríe un niño, finalmente con pena me dijo que no me escuchaba bien, lo usual hubiera sido ocuparme en otra cosa ya que al fin y al cabo era “sólo una abuelita”, de las que uno pregunta a sus seres queridos sobre su vida como si no pudieran expresarse por sí mismas aunque estén cerca y diría que esto sucede tal vez por pena o porque realmente los ancianos no parecieran ser lo suficientemente “interesantes” para charlar.
Para fortuna mía, “la pena” no me caracteriza y decidí conocerla, eso sí, fue casi a gritos y articulando despacio, con paciencia para esperar sus respuestas que eran armadas con esfuerzo; no tenía muy clara su edad, había perdido la cuenta desde la vez que le hicieron una fiesta cuando cumplió noventa y como había sido hace tiempo asegura que está muy cerca de los cien años, conserva únicamente la parte inferior de su dentadura pero aún así come de todo, le gustan las hierbas y la carne suave. Trabajó en costura y panadería la mayor parte de su vida, siempre tuvo que esforzarse, le “tocó duro” en sus palabras; vió a sus padres morir, también a su esposo y a 4 de sus 7 hijos, sus tiernos ojos se llenaron de lágrimas al contarme de cada uno pero no era una tristeza devastadora sino una tristeza cargada de nostalgia, me atrevo a decir que mientras conversamos se sintió feliz de permitirse recordar y poder expresarlo; me contó que no fue “parrandera” con una tímida carcajada implícita y luego con preocupación en su voz me dijo que “las muchachas de ahora no se dan a respetar y cuesta que oigan consejo”. No ve televisión ni escucha el radio porque el sentido de la vista y el oído han disminuido su rendimiento con el paso de tanto tiempo, “la vida es cansada pero ya estuvo” dice en voz baja mientras observa a su alrededor, me aconsejó que si tenia vivos a mis padres les hiciera caso, que no me enojara si me regañaban porque padres no se volvían a tener y observé cómo en su mirada recordó a los suyos con una sonrisa; colocó su tibia mano en mi brazo y me dijo que fue muy bonito platicar y deseó que Dios me acompañara. Volví a ver ese brillo en los ojos, el de sabiduría que ya me era familiar, el mismo que tenía mi abuelita.
En la mayoría de los casos un niño es sinónimo de alegría, se guía cada uno de sus pasos con paciencia y amor porque sabemos que son la semilla de una nueva generación, prestarles atención es algo de “sentido común”, ese niño será luego un joven y se aplaudirán sus logros, será adulto y será útil para la sociedad, se convertirá en anciano y perderá capacidades físicas y cognitivas y regresará entonces a tener la dependencia de un niño, hay una diferencia, quienes le rodean ya no le tendrán paciencia y sus logros pasarán desapercibidos, ya no tendrá una guía en cambio recibirá órdenes con un tono de molestia, se sentará lejos de los demás “para no molestar” y ya no será útil en la sociedad, lo más irónico es que será la fuente de sabiduría que pocos sabrán escuchar.
Ojalá que este escenario finalmente desaparezca y que ese 6% de la población sea el porcentaje más amado, admirado y respetado en nuestra sociedad. Es verdad, ella dijo algo muy cierto y es que los padres no se vuelven a tener pero los abuelitos tampoco









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