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LA NENA EN EL TRANSMETRO

  • Foto del escritor: Valerie Rodas
    Valerie Rodas
  • 10 jul 2018
  • 3 Min. de lectura

Sin sencillo para movilizarme y con el calor del mediodía al hombro, me aventuré en la búsqueda de monedas con los vendedores de la 18 calle de la zona 1 capitalina, sin éxito en varios intentos... finalmente una señora me dijo: “-Si tengo pero le doy cuatro monedas por el billete de cinco…” y así es como los chapines negociantes aprovechan la oportunidad para obtener ganancias supliendo necesidades de momento. Con moneda en mano, tuve acceso al “gusano” de mi infancia, ahora adaptado a un sistema bastante digno de transporte público, de color verde “chinto”, mejor conocido como el Transmetro.


Sin asientos disponibles me ubiqué de pie frente a las dos sillas amarillas identificadas así para personas con “necesidades especiales de descanso” es decir, toda persona que uno vea que lo necesita más que uno, ancianos, mujeres embarazadas, personas con dificultades para estar de pie, etcétera. Los lugares estaban ocupados, a simple vista, por una niña no mayor a 9 años que vestía su gabacha de colegio y comía unas “tortillitas” pegada a la ventana y a su lado estaba su madre, pensé en cómo se parecían físicamente y noté que frente a la madre de la niña, de pie, les acompañaba también “el papá de la nena”. Ambos adultos estaban muy concentrados en su conversación respecto al funcionamiento de “waze”, la aplicación de geolocalización que a algunos nos ayuda a llegar a nuestro destino si vamos en automóvil.


La niña los volteaba a ver constantemente como buscando llamar su atención, ellos no la veían, cuando un asiento se desocupó atrás, la niña decidió cambiar de lugar, pasó frente a sus padres, y ellos no le dijeron nada, seguían en el celular; yo estaba indignadisima, cómo es posible que ignores de tal manera a tu hija, la niña seguía comiendo sus galguerías y observando fijamente a “sus papás” desde atrás, en ese instante un señor que utilizaba muletas subió al bus, la pequeña no dudó en cederle su lugar y regresó a pararse al lado del asiento de “su madre”, quien seguía en el teléfono, yo parecía una desquiciada que no dejaba de observarlos indignada -”shute” que es uno- finalmente “los papás” se levantaron para bajar en la siguiente parada, la niña los siguió, tal fue mi sorpresa que… se bajaron sin ella porque... no eran sus papás, en ese momento tuve un claro ejemplo de cómo somos capaces de dejarnos llevar por las apariencias y cómo nuestro cerebro nos hace esta mala jugada. La “nena” regresó a sentarse al asiento amarillo frente a mí, estiró sus piernas cubiertas con las tradicionales calcetas escolares, altas, blancas, y cruzó los brazos, las migajas de las “tortillitas” cubrían su tierno rostro y veía concentrada el camino, una “inocente” anciana subió al bus y entró directo a sentarse al lado de la niña, con un tono cascarrabias le dijo: “-Quita las piernas patoja, me voy a sentar…” la pequeña hizo caso pero inmediatamente frunció el ceño y en voz muy baja decía “-se pide permiso, hay que pedir permiso...” y veía a la anciana de reojo con bastante molestia, no pudo contemplar más la idea de estar al lado de un ser tan maleducado y decidió levantarse del lugar para ir de pie al lado mío.


En la siguiente parada la anciana bajó y la niña también, mientras el transmetro se alejaba y mi cuello ya no daba más para alcanzar a ver, la niña caminaba detrás de la señora observándola aún indignada, pensé “tal vez se conocen y van juntas”, eso me hubiera aliviado un poco pero en el cruce de la calle ambas tomaron una dirección distinta, me quedé pensando cómo una niña tan pequeña se transporta sola al acecho de cualquier depredador, sé que hay muchos niños que lo hacen de esta forma; otra lección aprendida fue el no juzgar y sacar conclusiones por la primera impresión que tenemos de alguien o una situación, lo que observamos no es necesariamente la realidad.


Foto: Valerie Rodas


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