OCASO
- Valerie Rodas

- 1 feb 2022
- 2 Min. de lectura
Estábamos sentadas, una a la par de la otra, en silencio, a pesar que llevábamos algunas horas de conocernos y compartir en el mismo espacio. Ambas viendo fijamente la inmensidad y profundidad del mar que nos regalaba un efecto espejo tan impresionante que dejaba en el alma un sentimiento de asombro, una sensación de pequeñez ante la grandeza de la naturaleza y su poder.
Yo no le hablaba porque me causaba incertidumbre ser un estruendo con mis palabras al interrumpir su calma, no quería, con mi inexperiencia en la vida, hacer preguntas incorrectas, ella seguía observando el mar, inmersa en sus pensamientos y tal vez sus recuerdos. No aguanté más, no quise perder la oportunidad de conocer lo que hubo antes y lo que es ahora.
Aunque su cuerpo parecía cansado, le pregunté si le gustaría sumergirse en el mar, me volteó a ver con una mirada serena y sonriendo me dijo, “No, a mi me da miedo el agua…” y con ello entablamos una amena conversación, tan común como cualquier otra pero a la vez sincera como pocas, en su voz había un aire de inocencia y ternura que solamente he visto en el ocaso de la vida, cuando ya las palabras son prudentes y escasas porque ya no hay batallas ni apariencias, “…¿cuántos años cree que tengo?…” me preguntó con un gesto de complicidad, hice mi mejor cálculo y ella respondió en paz, “…tengo 90 años…” me estremecí mientras el sol comenzaba a ocultarse, por mi mente pasó toda su vida que aunque no conocía imaginé, familia, amigos, risas, juventud, trabajo, días sin nada, días importantes, padres, momentos que no volverían más aunque estuviésemos frente al mar de siempre; me contó de su trabajo, de la razón de su acento extranjero, a los 29 años de edad vino a vivir a Guatemala desde Chile, por un amor que hace algunas décadas falleció, me señaló a su hijo quien corría frente a las olas tomando la pequeña mano de su bisnieto, volví a congelarme un segundo porque entendí lo rápido que pasa la vida; en ese momento yo estaba viviendo lo que ella ya había vivido y en unas décadas posiblemente sería yo quien estuviese ahí reviviendo la vida con el sonido de las olas, en silencio, con una joven curiosa al lado.
Mi última pregunta fue respecto a qué había cambiado en estas décadas, qué consideraba ella distinto en el mundo, me observó fijamente y su ceño se frunció levemente con dulzura, hizo algunas pausas y con sabiduría respondió “…ha cambiado el respeto, los valores, hay mucha maldad…” asentí, su respuesta tenía demasiados fundamentos. Le dije que iría al mar, me alejé respetuosamente y ella alzó su mano despidiéndome, pensé en todas las veces que ha dicho un adiós.
Aseguré mis pies en la arena bajo un majestuoso cielo naranja, el efecto espejo era tan inquietante que me hizo recordar que entre el cielo y la tierra no hay nada oculto; maravillosamente el milagro de un día más de vida terminó, con aquella mística puesta del sol.








Comentarios