¿PARA QUÉ?
- Valerie Rodas

- 23 nov 2022
- 3 Min. de lectura
En la esquina del Palacio Nacional, un viento fuerte soplaba con un silbido que parecía sacado de las eternas letras de García Márquez, peculiares transeúntes conversaban de todo un poco, algunos empleados públicos hacían bromas de la CICIG con carcajadas sarcásticas mientras un desvergonzado gritaba a una mujer: «¡Qué ch!ch0t@s!», aquello era más que usual para una tarde en el centro de la ciudad.
Me senté en una banca al costado del «aguacatón». Jóvenes en patineta deslizaban las ruedas sobre el frío concreto seguido de un repetitivo salto que «somataba» las ansias. Mientras observaba tanta cosa que no significaba nada pero a la vez mucho, me quedé observando mi reloj «inteligente», observé mi calzado de una reconocida marca y pensé en que debía decidir en qué restaurante almorzar, sin mucha limitación de presupuesto, me entró entonces una vaga sensación de qué sé yo, recapacité respecto a mis privilegios, los cuales he conseguido con el paso de los años pero también pensé en que años atrás, sentada en la banqueta del mismo lugar, no tenía ni para comprar un pan porque las circunstancias económicas eran extremadamente difíciles. Debía ser mi sentir entonces de gratitud, pero no era así, comencé a pensar en «¿Para qué?» ¿a quién, más que a mí, le servía mi reloj «inteligente» y mis zapatos de una marca popular, platiqué mentalmente con Dios y le lancé atrevidamente un desganado y desagradecido «¿Para qué?».
Sabiendo que a veces Dios tarda en sus respuestas, me entretuve observando un automóvil «escarabajo» de color rojo que hizo una parada frente a mí para recoger a dos ancianos que llevaban sus compras del mercado, las cuales introdujeron en la parte delantera del clásico y perfectamente cuidado Volkswagen, escena pintoresca que ocurre únicamente en la zona 1. Un hombre se sentó a mi lado y me sonrió cordialmente, repliqué sin mucha atención a su presencia, a los minutos recuperé la empatía y le pregunté si estaba tomando un descanso, observé que revisaba una y otra vez, sobres con direcciones, me explicó entre sonrisas de resignación que todas las direcciones quedaban de extremo a extremo para sus entregas lo cuál le había atrasado para cumplir la meta impuesta por su «patrono», eran treinta y cinco entregas al día, llevaba menos de diez, iba a pie porque llevaba más de un año sin empleo y había tenido que vender todo para pagar las cuentas y dar sustento, en lo mínimo posible, a sus dos hijas, entre ello, vendió sus vehículos. Su matrimonio se fracturó derivado de la crisis y actualmente se conforma con vivir en un humilde cuarto que había logrado pagar con la venta de dulces en las calles, con entusiasmo me compartió que, hacía una semana apenas, había comenzado en esta nueva oportunidad laboral de repartir correspondencia, sin contratos laborales de por medio ya que su historial crediticio estaba tan afectado que nadie le contrataba a pesar de su experiencia como supervisor de una empresa muy reconocida que aprovechó la crisis de la pandemia para deshacerse de personal.
Mientras este hombre me contaba naturalmente su historia, solamente con el afán de conversar un poco antes de seguir su camino, acomodaba en su sencilla mochila una bolsa de dulces que me contó seguía vendiendo «a escondidas» para ayudarse con un ingreso extraordinario ya que el gasto en pasajes para transporte público debía cubrirse, me contó muy sonriente y con brillo en sus ojos que la felicidad de trabajar es inmensa porque ve cómo la mirada de sus hijas, se tornó en orgullo al enterarse de la buena noticia. «A mí, que me falte lo que sea señorita pero a mis hijas no puedo fallarles, hay que esforzarse, un día la vida cambia y uno cae pero hay que levantarse siempre…»
Se despidió amablemente de mí para continuar su jornada, sentí la
Inmediata necesidad de compartir con él de el poco efectivo que tenía en mi billetera, se rehusó avergonzado a recibirlo, insistí y me dijo: «Seño, usted es el ejemplo de que a uno Dios no lo deja, así me pasó ayer, iba como hoy, sin almorzar para ahorrar y encontré a un antiguo amigo de trabajo que me invitó a un “shuco” para conversar y hoy usted…» Agradecido, extendió su mano Para despedirnos, si supiera que fue él a quien Dios utilizó para responderme mientras yo sentía escalofríos hasta en el alma.
La vida puede cambiar en un instante, es una buena costumbre agradecer lo que tenemos sea poco o mucho y cuando es «mucho», compartir con quien no está pasando el mejor momento. Hay que aferrarse a vivir para servir y así servir para vivir.








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