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UNA CUADRA MÁS…

  • Foto del escritor: Valerie Rodas
    Valerie Rodas
  • 27 jun 2024
  • 2 Min. de lectura


La puerta de hierro arrastra sus pies sobre el concreto hirviendo, al abrirla, el sol de mediodía sopla con su cálido aliento en cada poro del cuerpo. La misión es comprar un quetzal de tortillas en las cuadras aledañas al mercado del barrio.


La banqueta del lado opuesto parece esconderse mejor de los ardientes rayos, van apenas unos pasos y comienza a deslizarse con un cosquilleo, la primera gota de sudor; el clima es propicio para el llanto inconsolable de las nubes, lo dicta la intuición que está certificada por la experiencia.


A paso muy lento, avanza una señora que lleva en brazos una bolsa colmada de mil cosas y en la espalda, todos los años del planeta. Va encorvada con la mirada cansada y la piel tostada.


En la esquina descansan los repartidores de pollo frito, y más adelante, en una venta de antigüedades, se asoma el dueño a ver si al fin pasa algo poco ordinario; lo acompaña en la casa del frente otro curioso observador que acaricia su brazo como cubriéndose del frío inexistente de ese instante.


Una cuadra más, y el sol sigue encima como si estuviera tomando una siesta sobre el cielo. Los niños corren afuera de la pequeña heladería, divirtiéndose sin más pena que permanecer en la banqueta para evitar un accidente.


Una cuadra más y el mercado anuncia su existencia con el bullicio de las ventas. Los puestos de toda la vida que se heredan de generación en generación, con las mismas estrategias y audacia para engatusar a quienes buscan alimentos frescos; se escuchan las monedas revolcándose en los delantales, los perros ladrando por un poco de comida y a las señoras regateando para cumplir con el presupuesto familiar del día.


En una tienda, descansa un batallón de hombres acalorados, con oscuras botellas de cerveza en mano y la música de moda en un ruidoso radio. Poco a poco, se unen más a la convivencia, riendo a carcajadas, celebrando que ya se asoma el fin de semana.


Una cuadra más, y se escucha el sonido de las palmas de las manos golpeando sin clemencia al maíz, mientras tanto les observa el bendito y polémico canasto que guarda todo el calor del área para almacenar momentáneamente las torres de tortillas, aún con ello hay quienes prefieren esperar a que termine su trabajo el ardiente comal. Ya con el quetzal de producto en mano para untar posteriormente un aguacate, el retorno a casa es inminente.


Una cuadra más, tras varios pasos con calma, bajo el sol que se regocija en las espaldas, observando a la misma gente y las mismas costumbres de siempre. Aparece de nuevo la desgastada puerta de hierro, con su rechinido peculiar; al cerrarla, culmina una travesía en uno de los tantos barrios del centro de la ciudad.


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¿Buena lectura?

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