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  • Foto del escritorValerie Rodas

¿VIAJAR ES VIVIR?



El sol, con un brillo que jamás había visto, estaba escondiéndose detrás de las blancas nubes que parecían una gran carretera hecha de algodón. El panorama majestuoso e imponente, a miles de metros de altura por primera vez, hizo que también volaron mis pensamientos.


Las redes sociales están colmadas de perfectas fotografías de viajeros alrededor del mundo, viajar en avión se ha convertido en un “símbolo de éxito” y es por ello que hay millones de perfiles digitales que hasta agrupan por países sus conquistas.


Frases como “viajar es vivir” se han popularizado velozmente e incluso hay quienes recrean una y otra vez relatos de visitas fugaces al extranjero, como si su vida ha sido memorable únicamente por ello. Hay personas volviéndose millonarias creando contenido de viajes y millones de jovenes aspirando en la vida únicamente a ello. Para una persona promedio que vive de forma completamente independiente y sustenta sus gastos exclusivamente de sus propios ingresos, viajar no es vivir, es un privilegio; es imposible para un país, en el que la mitad de la población vive en pobreza, afirmar que el acceso a un pasaje aéreo es algo posible, fácilmente.


Al crecer en un entorno con los pies sujetos a la tierra, supe instintivamente que viajar era una posibilidad si me esforzaba por lograrlo, pero no ha sido nunca mi meta principal, además el leer tantas noticias, puede ser un arma de dos filos, ya que se es más consciente de los peligros y realidades del mundo.


Los aviones son conocidos como el transporte más seguro del planeta tierra, y las cifras lo sustentan, sin embargo, no son infalibles y es por ello cuentan con máscaras de oxígeno y chalecos salvavidas para cada pasajero.


Uno de cada tres pasajeros de avión, tiene miedo a volar, cifra sorprendente dado que no es un tema del que se hable mucho, resulta hasta vergonzoso mencionar este miedo porque usualmente se acompaña de una sonrisa condescendiente y alguna frase como “no pasa nada”.


Mi primer viaje fue de un trayecto de 1 hora y 20 minutos, el primer despegue de mi existencia a los 33 años, fue durante la noche; estaba emocionada desde que compré el pasaje, esa noche comencé a sentir los motores vibrar y ese sonido peculiar de un avión, una especie de silbido que se produce al recorrer la pista de despegue a unos 300 kilómetros por hora. Mi cuerpo estaba experimentando una sensación de adrenalina que no conocía, y de pronto comenzó el ascenso, los tripulantes estaban serenos, en completo silencio y de pronto, tras ver miles de luces que parecían luciérnagas alejándose, estaba en las nubes gracias a un espectacular invento que supo imitar el vuelo de un pájaro para que sintamos un poco más de libertad. Viajé como miles de personas lo hacen a diario, en un Airbus 320 que tiene un precio de venta de US$100 mil millones. ¡Impresionante!  La experiencia, en ese momento, me gustó.


Un avión debe lograr el equilibrio entre cuatro cosas: empuje, arrastre, peso y elevación. La altura final depende del peso del avión, cuanto más pesado, debe volar más bajo. La altura de crucero, es decir, el límite en el que debe volar la aeronave, debe ser entre los 10,000 y 12,000 metros, esto porque la lluvia, relámpagos, viento, granizo, nubes densas, etcétera se dan en la troposfera, la capa atmosférica que va desde la superficie hasta los 10.900 metros y es que las turbulencias generan inquietud y también complican las operaciones por lo que lo mejor es volar por encima de las causas principales. Y a la altura antes indicada tampoco hay aves que puedan impactar el avión, situación que puede causar accidentes.


Para el momento del vuelo de regreso a esta patria, que poco tiene que envidiar a otros paraísos, más que la ausencia de tanta corrupción, me sentía entusiasmada. Abordé el vuelo a las 17:00 horas, con media hora de retraso.


Estaba sentada en la ventana, emocionada por ver el cielo de día, abroché mi cinturón como fingiendo que ya me era familiar la experiencia por el vuelo anterior, di un vistazo a la carta de alimentos por curiosidad y comencé a observar a las jóvenes tripulantes que daban las importantes instrucciones de seguridad en caso de un accidente, esos que supuestamente, dicen muchos, que no se dan “nunca”.


Contrario a mi experiencia anterior, días atrás, en esta ocasión, cuando el avión comenzó a desplazarse por la pista, hubo un breve apagón de luz en el pasillo, perceptible para quien observaba con atención;  el despegue comenzó y me acerqué asombrada a la ventana junto con la cámara de mi celular que por primera vez tenía el modo avión activado para su uso original y no para evitar comunicaciones indeseadas.


Las nubes se acercaban cada vez más, el sonido de los motores, esta vez, era nuevo para mis oídos, un poco más fuerte que la experiencia anterior, el sol me observaba fijamente como dándome la bienvenida a su mundo, estaba perpleja por la grandeza de las alturas y todo lo que desconocemos, volteé a ver al pasillo y me percaté de que las tripulantes estaban hablándose al oído, contaban aún con los chalecos salvavidas en sus hombros y llevaban en sus manos una especie de caja de primeros auxilios. Regresé la vista a las nubes y tuve la sensación de que el avión no estaba en movimiento a pesar de que un avión vuela a unos 800 kilómetros por hora, tragué saliva y en ese instante la voz de una tripulante anunció nuevamente que los cinturones debían permanecer abrochados. Perdí por completo mi capacidad de razonamiento, en cuestión de segundos mi cerebro asoció el apagón de luz, el retraso del avión y los movimientos nerviosos de las tripulantes con una catástrofe.


Si un avión volara a 1000 metros del suelo y sus motores se detuvieran el impacto sería casi inmediato. Pero a una altura de más de 10,000 metros, los pilotos pueden lograr que el avión planee de 50 a 80 kilómetros más. En un evento de despresurización repentina a 12,000 metros, un pasajero tiene entre 7 y 10 segundos de TUC (Time of Useful Conciousness: tiempo útil de conciencia) antes de sufrir hipoxia. Es decir, que si no se pone la máscara en ese lapso de tiempo, corre un serio riesgo y cabe mencionar que no todos los pasajeros tienen el mismo TUC ya que factores como el tabaquismo, obesidad, enfermedades cardiacas, respiratorias, etcétera, reducen este tiempo.


Las tripulantes caminaban rápido de un lado a otro, pero ningún otro pasajero parecía poner atención, habían niños jugando, llorando, personas que se paraban a utilizar el servicio sanitario y sentía como el avión se movía levemente hacia los lados, todas estas situaciones que no se habían dado en mi vuelo anterior que había sido muy tranquilo.


Mientras mi corazón latía rápidamente, recordé que mis pastillas para un padecimiento cardiaco, iban en mi maleta de bodega porque dado que había pasado tan bien la experiencia de días atrás, consideré no importante llevarlas conmigo, comencé a sudar y a pensar en que deseaba con todas mis fuerzas bajar de ese avión, pero por supuesto que era imposible, la blancura de las nubes me empezaba a sofocar y el cielo naranja en su ocaso se burlaba de mí, como diciéndome que todo iba a terminar.


Pensé en Dios y su grandeza, mientras observaba mi existencia suspendida en los cielos, le pedí calma y comencé a reproducir música aleatoriamente de una lista que había preparado para el vuelo; la primera canción, irónicamente, fue la de Manu Chao: “Me gustan los aviones, me gustas tú…” sonreí por la broma que me estaba jugando la vida y coloqué un cronometro de 60 minutos exactos que era lo que faltaba para el aterrizaje.


Respiré profundamente una y otra vez, conversé nerviosamente con mi acompañante y de pronto la calma comenzó a aparecer. Las tripulantes eran de nuevo ingreso y por eso estaban tensas en sus tareas.


Aterrizamos con la luz de la luna, algunos aplaudieron, y sentí ese aplauso que algunos ridiculizan, como una acertada acción porque volar a más de 10,000 metros de altura y tocar tierra exitosamente no es algo que no amerite celebración ya que si bien, los riesgos son pocos, existen y es demasiada arrogancia creer que en las alturas se es infalible.


Ese mismo día, un Airbus350, en una pista de aterrizaje de primer mundo en Japón, chocó y se incendió, los tripulantes salvaron la vida de más de 300 pasajeros al actuar rápidamente para la evacuación. Días después, un avión de Alaska Airlines, un Boeing, de los más populares para vuelos comerciales, perdió la puerta en pleno vuelo, recientemente otro Boeing en los cielos de Miami, tuvo que aterrizar de emergencia mientras uno de sus motores se incendiaba. No hubo heridos. Por supuesto, hay muchos más riesgos en la superficie, en automóviles,  caminando, es decir, las cifras hablan por sí solas, pero no está de más recordar que en los cielos, todo puede pasar. Se trata de normalizar el miedo y abordarlo oportunamente para que no se convierta en un impedimento para quienes tienen la oportunidad de abordar en un aeropuerto.


Agradezco a la vida el privilegio de saber qué es volar en avión y la experiencia que tuve conociendo otro país durante mis vacaciones, fueron días extensos para conocer pinceladas de una cultura, de gastos importantes, de momentos de cansancio y de valorar muchísimo más las maravillas de Guatemala y la calidez de los chapines.


Escribo esto porque cuando compartí mi experiencia con algunos viajeros frecuentes, estuvieron de acuerdo en que viajar es cansado, costoso y que estar en un avión no es del todo grato para muchos, especialmente durante los aterrizajes y en los trayectos de muchas horas.


Confirmé entonces mis sospechas, que viajar es un privilegio, un escape interesante y que no es de vital importancia ni está en absoluto relacionado con la realización personal ni la felicidad, es una experiencia que vale la pena si las circunstancias lo permiten, pero que no es para nada la vida misma; creo que eso de “viajar es vivir” no es tan cercano a la realidad.


Descubrí también que expresar que esto de subirse un avión no es fenomenal causa un poco de molestia, aunque afuera de las redes sociales y en confianza se vuelva una opinión más popular.



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